“Bob Dylan”, dijo al oír la música que salía del salón. Y sonrió, sentada en la esquina de la bañera, postrada ante el váter. Y sonreí. Y volvió a introducirse los dedos en la boca, hasta tocar la campanilla. Y los sacó tan rápido como le vino la arcada.
Yo le cogía el pelo, primero con una mano. Con dos, luego. Y creo recordar que maldijo las cervezas que nos habíamos tomado.
Nos fuimos al sofá. La abrigué con el edredón colorido que había cogido de su cama.
Y la abracé. La abracé, la amé, la amé y la amé. La abracé procurando estirar el momento hasta el infinito. Y la supe mía. Y no quería dejarla marchar jamás. Y se durmió, durante horas que pudieron ser años o segundos.
Yo, mientras, fumaba aquellos puritos baratos, y ponía la música que tan indirectamente le cantaba. Puse mi barbilla sobre su cabeza de niña, y pensé "que jamás sea cierto el jamás".
Y la abracé. La abracé, la amé, la amé y la amé. La abracé procurando estirar el momento hasta el infinito. Y la supe mía. Y no quería dejarla marchar jamás. Y se durmió, durante horas que pudieron ser años o segundos.
Yo, mientras, fumaba aquellos puritos baratos, y ponía la música que tan indirectamente le cantaba. Puse mi barbilla sobre su cabeza de niña, y pensé "que jamás sea cierto el jamás".
Despertó, mirándome con una sonrisa, y aquellos ojos bañados en mar. La despertó Carlos Siles, sonando en el estéreo. Y volvió a mis brazos. Y allí estuvimos un buen rato. Supongo que queríamos vernos amanecer.
La acosté en su cama. ¡Hasta le di su beso de buenas noches! Apagué la luz. Y nunca más se supo de ella.
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